Que la comida sea buena, el precio adecuado y el servicio eficiente es lo que se da por hecho de cualquier restaurante. Es verdad que tal vez sea un alarde de optimismo, pero al menos entre los locales que presumen de cierto bagaje y profesionalidad, no es mucho pedir que estas tres condiciones se cumplan.
A partir de ahí empezarían los argumentos que muchas veces son los que acaban inclinando la balanza y te llevan a incluir un lugar en la lista de preferidos y otros en los de no volver. Aunque en ambos se coma estupendamente, ojo.
La amabilidad -que no servilismo-, los detalles con el cliente, la profesionalidad en la gestión y el trato general son muchas veces tan importantes como el punto del arroz, la calidad del pan o una carta en condiciones. Y para quienes somos padres, el trato a los pequeños cuando están en la mesa suele ser un excelente termómetro para determinar si volverás y recomendarás un local o no.
Igual que vamos a dar por hecho que en un restaurante la comida estará buena, también que los retoños se portarán bien. Que sí, que hay demonios que molestan a otros clientes, pero también adultos que vociferan, fuman en la mesa de al lado de la terraza y, en general, resultan seres molestos a una edad en la que no hay margen para hacerlo.
No entraremos en ese punto. Si crees que por la comida, el espacio o los tiempos, tu restaurante no es adecuado para niños, lo dices y punto. Hay muchos y no pasa nada. Si no, si estás dispuesto a aceptarlos, cobrarles lo que coman y, en definitiva, a que sean un cliente más, parece lógico pensar que también les tendrás que tratar como tal.
Todo esto viene a cuento de la historia que una compañera y amiga compartía hace unos días. Comiendo en un coqueto -y bastante conocido y respetado- restaurante de una preciosa cala de la Costa Brava, el local no tenía tronas ni se prestó a preparar una tortilla para el pequeño de la familia.
Tras comentarlo en Twitter empezó un rifirrafe en el que el restaurante quedó en bastante mal lugar. Lejos de tomar nota, aceptar la crítica o simplemente ignorarla, mostraron una falta de profesionalidad que, la verdad, por muy buena que sea su cocina y localización, quitan las ganas de pasarse por allí. Con niños o sin niños, ese es el tema.
Que la persona que hizo el apunte -de forma pública y muy educada- se dedique al periodismo de viajes y gastronomía es un detalle también a tener en cuenta.
No en plan “no sabes con quién estás hablando” -no era el tono ni lo es nunca en su caso, como saben quienes la conocen-, sino para tenerlo en cuenta a la hora de valorar su comentario. Es muy sencillo: si alguien que se dedica a esto y que ha probado muchos restaurantes de todo el mundo te dice algo, igual es como para tenerlo en cuenta.
Lejos de eso, una airada respuesta y una sucesión de despropósitos (no tenemos trona ni tortillas pero sí el mejor pescado, andaban tuiteando la última vez que me asomé) de los que seguro que se arrepienten cuando pase el calentón.
Porque pescado bueno hay en bastantes sitios. Pero muchas veces no basta con eso. También hace falta una trona o una respuesta educada si no se tiene. O una tortilla o lo que sea si el cliente o el hijo lo necesitan en un momento dado. O cierta predisposición para que el cliente esté lo más cómodo posible, sobre todo si lo que se pide parece de lo más normal y razonable.
Pocas formas más rápidas y tontas de perder un cliente y, al menos en mi caso, ganar un enemigo para una buena temporada: hacerle sentir con este tipo de detalles que su hijo no es bienvenido.
Sobre todo cuando la solución es tan sencilla como un par de tronas de Ikea (60 euros, apilables, seguro que les encuentras un hueco, piénsalo bien), una sonrisa y cierta mano izquierda si, por la razón que sea, hay que adaptar un plato.
Siempre se suele decir que la mejor manera de saber cómo es una persona es ver cómo trata a un camarero. Los maleducados con quien les atiende en un bar o restaurante tienen unas posibilidades altísimas de ser unos auténticos cretinos.
Además de aplicar esa norma a rajatabla, yo también la versiono en sentido inverso y para los más pequeños. Y es que, a fin de cuentas, no es la trona o la tortilla. Es la actitud. La respuesta. Y la certeza de que cómo un lugar trata a sus clientes más pequeños es una buena vara de medir de cómo tratará al resto.
Lo suscribo al 100%. A nosotros nos pasó en el Sophia bistro, de Zaragoza. El trato ha sido muy amable, eso sí, pero dicen que están encantados de recibir a niños y no tienen ni una trona (tuvimos que acarrearla desde casa) y luego solo nos ofrecieron mesas altas con taburetes. La única mesa baja (normal) del local se ve que es muy solicitada y van a quitarla. Debe de ser la ley del mercado…