Donde vivo, en Barcelona, estamos en plena temporada de panellets, y el debate de cada año sobre si Halloween se ha llevado ya por delante la tradición de la castañada o todavía queda margen. La verdad es que es complicado competir contra algo que implica disfraces, fiesta y que desde hace semanas ha convertido los supermercados en un monográfico de color naranja con chuches de lo más tenebrosas.
El caso es que para mi estas fechas no son época ni de panellets ni de calabazas con velas dentro, sino de huesos de santo. Con una madre pastelera, alrededor del 1 de noviembre siempre había por casa estos pequeños dulces que ya por aquel entonces se cotizaban caros -los artesanales, al menos- y que me encantaban. Pese a ser poco mazapanero y, por tanto, poco de panellets, los huesos de santo siempre me han parecido de otra categoría. Sí, aunque todos sean primos bastante cercanos.
Hacía tiempo que no comía y el otro día pude degustar unos de Barroso, una casa toledana muy conocida por sus mazapanes y que también prepara unos huesos de santo magníficos. Por supuesto, no puedo decir que sean mejores que los que recuerdo de la pastelería donde trabajaba mi madre, pero seguramente lo sean. O al menos igual de buenos.
Se elaboran con almendra y azúcar, y dentro de esa cobertura un poco endurecida con glasa de azúcar va el relleno, tradicionalmente de yema. También los hay de chocolate y otros sabores, pero lo cierto es que la innovación no ha tocado demasiado los huesos de santo y no encontramos versiones locas como en turrones y compañía. Se venden a 30 euros el kilo, por cierto, lo que teniendo en cuenta el trabajo y la materia prima que se usa es más que razonable.
Convencido de pequeño de que aquel pequeño dulce era otro pastel más típico de Bilbao, resulta que los huesos de santo, en realidad, son un invento de las afueras. Concretamente, leo por ahí, citan en Valencia las primeras referencias escritas a esta receta, allá por 1611. Por supuesto, la historia de los mazapanes se remonta unos cuantos siglos más y se lo debemos a la herencia andalusí.
Más allá de su origen, la forma y el nombre que hemos normalizado dentro del recetario tradicional, tiene un evidente punto macabro. Vaya, que mucho antes de Halloween -o de que el país que ha globalizado esa tradición de origen celta existiera-, por aquí ya se comía un dulce con forma de hueso para conmemorar el día de los muertos.
Así que, puestos a celebrar fiestas propias o ajenas, mejor hacerlo con unos huesos de santo que con unas galletas industriales con forma de murciélago, fantasmas de colorines o todas esas cosas que se ven estos días en los supermercados.
No por lo de la tradición local, la cultura gastronómica propia o todas esas cosas que a pocos importan. Básicamente porque, por nombre y por forma, también son un poco terroríficos y, sobre todo, porque están más buenos. Me acabo de comer otro para comprobarlo.