Tratado del membrillo

Otoño sabe a membrillo. Estamos en plena campaña de producción de este apreciado dulce, que podríamos decir que es la madre de todas las confituras, la más antigua.

El membrillo (el fruto) es de la misma familia que las manzanas y las peras – ¡y las rosas! – pero su aspecto rudo y poco apetecible nos parece más propio de frutos salvajes y primitivos. De hecho es muy probable que las primeras manzanas y peras, antes de ser domesticadas, fueran muy parecidas al membrillo.

Según explica Harold McGee en su libro «La cocina y los alimentos» – una obra enciclopédica muy recomendable- desde bien temprano el hombre descubrió que este fruto tosco, astringente y difícil de comer en crudo cambiaba completamente al cocerlo con azúcares. El resultado era un producto de textura agradable y sabor suave. Ya en el siglo IV cocían membrillo en miel, aunque no fue hasta la «democratización» del azúcar – su bajada de precio en el siglo XIX – cuando se normalizó la producción de la carne de membrillo.

Que el membrillo fuera una de las primeras frutas en sufrir tal transformación no es casualidad. Es, junto con manzanas y cítricos, uno de los frutos con más pectina. La pectina es la sustancia culpable de la textura de confituras y jaleas, la que consigue ese estado entre húmedo y sólido.

El membrillo tiene también un comportamiento fascinante cuando se cuece y cambia de color. El color rojizo es culpa de unos compuestos fenólicos que mutan con el calor. Esos mismos compuestos estan presentes, aunque en menor cantidad, en las peras. Por eso al cocerlas adquieren un ligero color rosáceo.

Pero vamos a lo práctico, la preparación casera de membrillo. No es una fórmula desconocida, de hecho es una mermelada más:  600 gramos de azúcar por kilo de membrillo. Cocer, triturar y dejar enfriar. Pero más allá de la receta básica tenemos algunos trucos útiles.

Es importante, por ejemplo, dejar la piel del membrillo que transmite aroma a la confitura. No lo decimos nosotros. Atención al dato: en el siglo XVI Nostradamus -sí, el de las profecías- escribía un libro dedicado a la cocina «Tratado de las confituras» donde aconsejaba dejar la piel al contrario de lo que era habitual. A día de hoy el consejo sigue vigente.

Otro truco: en lugar de cocer directamente la mezcla de fruta y azúcar, dejar durante un día en maceración. Así la fruta libera su jugo y al ponerlo al fuego no hay que remover, no hay peligro que se pegue. Un poco de previsión y nos ahorramos el ejercicio de brazos.

En nuestro caso hemos incorporado a la receta básica una cucharadita de anís en grano, un poco de cardamomo -nuestro último descubrimiento- media rama de canela y un poco de nuez moscada. El resultado es original y muy aromático. El truco está en medir la proporción de especias para que no dominen demasiado. Y esto es cuestión de práctica.

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