La relación artística que se puede establecer entre Dalí y Duchamp es nula. El uno es visceral, el otro cerebral. Sin embargo, amigos íntimos, Duchamp veraneaba en Cadaqués y se les podía ver paseando juntos por el pueblo, en los toros o jugando al ajedrez. De Duchamp lo sabía -fue tutor de nada menos que Bobby Fischer- pero de Dalí no me esperaba lo del ajedrez.
Resulta -y esto tampoco lo sabía- que hay un momento en la historia del Arte Contemporáneo muy importante que, según algunos críticos, supuso el «trasvase» de las primeras vanguardias a las segundas. Fue el martes 7 de Febrero de 1966, en Nueva York. Allí estuvieron Duchamp, Dalí, Warhol -con la Velvet Underground incluida- y más amigos. ¿El motivo? Una exposición para recaudar fondos a favor de un asilo para ajedrecistas pobres.
Una de las obras allí expuestas y vendidas fue un ajedrez diseñado por Dalí (Homnage a Marcel Duchamp) donde muchas de las piezas eran dedos. Después, Duchamp y Dalí jugaron al ajedrez, y Warhol les filmó mientras Duchamp permanecía inmóvil. Ahí tenemos el transvase de vanguardias.
¿Y que tienen que ver todo esto con la comida? La cocina es tecnología, sólo eso. Y el libro La importancia del tenedor de Bee Wilson (Editorial Turner) lo deja claro capítulo tras capítulo, con gran erudición y armonía narrativa. La cocina es tecnología porque son instrumentos, es prueba-error-repetición. Es evolución.
Pero tampoco se trata de caer en una suerte de visión positivista -ya saben, eso de que todo es ciencia y sólo ciencia- de la cocina, por mucho que durante años algunos chefs parecieran reclamarlo a gritos abanderando su discurso molecular. La tecnología es una herramienta, no un fin en sí mismo. El acto creativo se produce en la repetición, en la diferencia que se genera y en su observación. En el aprovechamiento, la humanidad y la tragedia del error y del azar.
Tecnología y azar de la mano para configurar los instrumentos y herramientas que hoy están en cada cocina. De eso va este libro, que repasa las decenas de anécdotas y casualidades que han configurado los cubiertos, el menaje y su uso.
Por ejemplo, que uses cuchillos de un solo filo, parece ser que fue porque el cardenal Richelieu prohibió los cuchillos de doble filo -los mismos que los caballeros llevaban encima para protegerse- en la mesa porque muchos banquetes solían acabar en tragedia.
O la historia del cuchillo Toyu chino (el hacha de la cocina), cuya importancia va más allá de lo meramente culinario. Con él se puede cortar leña, destripar y escamar pescado, partir verduras, picar carne, aplastar ajo, cortarse las uñas, sacar punta a los lápices, tallar nuevos palillos… La importancia de un buen corte se lleva hasta extremos que incluso se decía que Confucio no comía carne que no hubiese sido cortada correctamente.
Tenedor y cuchillo, pareja inseparable. Aunque no siempre porque, según leemos en este libro, en las clases altas británicas, a mediados del siglo XX, se puso de moda el almuerzo y la cena de tenedor: comidas de tipo bufé, en las que el cuchillo y los demás utensilios se dejaban de lado. El tenedor era educado, se decía por aquel entonces, por ser menos violento a primera vista que el cuchillo.
Incluso la posibilidad de olvidarse de los cubiertos para comer algunos alimentos también tiene su historia. Y es que los verdaderos aristócratas conocían esas ordinarieces refinadas que les permitían usar los dedos para los rábanos, el apio, las aceitunas, las fresas con tallo. Corre una historia ficticia sobre un aventurero que intentó pasarse por noble pero fue descubierto por Richelieu al intentar comer una oliva con el tenedor.
Y es que la cocina es también cosa de dedos, como aquel ajedrez de Dalí para Duchamp. Siempre lo ha sido. Decía Barthes -cita sacada de este libro de Bee Wilson- que los tenedores son «para cortar, para atravesar, para mutilar» en cambio los palillos, que no son más que dedos alargados, tienen un punto más maternal. Ya decía Marx que “el hambre aplacada por un plato de quienes comen con cuchillo y tenedor es diferente al hambre de quienes comen carne cruda con la ayuda de las manos, la uñas y los dientes”.
Tal vez no hagan falta tantos filósofos para que justifiques que tú las gambas las comes con las manos porque hacerlo con cubiertos es una horterada, pero en cualquier caso es éste un libro para tener siempre a mano en nuestra biblioteca de cocina. Seguro que después de leerlo no volverás a mirar igual al tenedor.
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