Una tranquila isla entre Seattle y Vancouver, un laureado chef y un discurso de lo más sostenible con ingredientes de kilómetro cero. Esta es la interesante carta de presentación de Willow Inn, el restaurante y hotel situado en la preciosa isla de Lummi.
Con esos argumentos, no es de extrañar que durante unos años haya sido uno de los destinos más bucólicos y deseados por los que buscaban un restaurante de esos que, además de comida, ofreciera una experiencia y un discurso aparentemente impecable.
Aparentemente, porque un reciente artículo publicado por The New York Times ha dibujado un panorama que poco tiene que ver con esa idílica postal que el chef Blaine Wetzel ha vendido durante años para su negocio.
Acoso sexual a las trabajadoras, que era conocido y permitido por los responsables; explotación laboral de los trabajadores -Wetzel ya fue multado hace un tiempo por problemas con stagiers en su cocina-; y un ambiente tóxico en el que los insultos racistas y homófobos estaban a la orden del día, son algunas de las denuncias que más de una treintena de trabajadores del restaurante y hotel han explicado en el citado artículo.
Desgraciadamente, algo que durante mucho años ha sido más la norma que la excepción en las grandes cocinas de todo el mundo, donde los gritos, las jornadas interminables y los sueldos lamentables han estado a la orden del día. Prácticas que, en teoría, están cambiando y que, sobre todo, se supone que no tienen cabida en lugares con un discurso de respeto y sostenibilidad como Willow Inn.
Aunque el chef, premiado en 2014 y 2015 como una de las grandes promesas del país, ha negado estas acusaciones, hay otra que sí ha reconocido: lo del kilómetro cero de los ingredientes usados en todos sus platos era mentira.
Y es que uno de los principales reclamos gastronómicos del lugar era que todo el producto procedía de la propia isla. Algo que desde hacía tiempo algunos cuestionaban, teniendo en cuenta el éxito del lugar y que hablamos de una isla de apenas 24 kilómetros cuadrados y con menos de 1.000 habitantes.
Pese al precio (más de 500 euros la noche), se había convertido en lugar de peregrinación de comensales de todo el mundo, y encontrar mesa o habitación disponible requería meses de espera. Así que no era difícil suponer que proveer de carne y vegetales para todos esos servicios era complicado.
Entre los datos publicados en el artículo se menciona, por ejemplo, el supuesto pulpo local que, en realidad, llegaba congelado desde España. Y que, nos atrevemos a puntualizar, difícilmente sería pescado aquí, teniendo en cuenta la escasez de pulpo nacional de los últimos años.
Lo mismo con la carne vendida como cazada en la isla y que no lo era, o el pollo de granjas locales, que se compraba al por mayor en un supermercado. Ecológico, eso sí.
Un caso que, desgraciadamente, no será tan aislado como nos gustaría creer. Tanto en lo que respecta a la parte de derechos laborales como en el engaño con los ingredientes.
Y es que esa idea de la sostenibilidad, tan repetida y manoseada por el marketing, empezará a significar realmente algo cuando no solo sea de verdad y se aplique a los ingredientes, sino también a los trabajadores de los restaurantes.